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Cien años de soledad (parte 4/4)

¡Bienvenidos pasajeros! Después de un mes de recorrido, hemos llegado al final de la emblemática novela de García Márquez, con cuatro capítulos que se encuentran entre los más trágicos, pero también contienen algunos de los pasajes más emotivos. Este formato fue también nuevo para mí, déjenme saber si les gustó y no duden en proponer novelas con las que podríamos repetirlo. Sin más que agregar, procedemos a conversar sobre los cuatro últimos capítulos, el final de Macondo.


Capítulo XVII

Este capítulo es la despedida de tres personajes importantes. El primero de ellos es Úrsula, quien recupera la lucidez conforme se va la lluvia y se incorpora a la vida familiar, haciendo un último esfuerzo por arreglar una casa arruinada (Fernanda también se suma a las reparaciones, pero en el más claro ejemplo de la diferencia entre las dos mujeres, solo cuando escucha que su hijo volverá de Roma, pues lo único que le interesa son las apariencias). Sin embargo. Esta lucidez no duraría, pues cuando confunde al joven Aureliano Babilonia con el coronel pierde por completo la razón, y pasa sus últimos días momificada en vida, viendo fantasmas, y en giro tétrico, despierta para verse a ella misma muerta. Con su entierro, al que pocos van, se pierde también la última esperanza de Macondo, y aunque la repetición de algunos diálogos refuerza la idea del tiempo circular, hay algo que ha cambiado: la memoria se ha perdido.


José Arcadio Segundo, una metáfora del luchador social roto, ha perdido toda fuerza que le quedaba como personaje, pero en este capítulo cumple un último rol: enseñarle a su sobrino los pergaminos de Melquiades. Por otra parte, la despedida de Aureliano Segundo me parece una de las más bonitas de toda la historia, como paralelo a su descenso a la miseria (con rifas cada vez menos exitosa), él y Petra, unidos por la solidaridad y la compasión, redescubren el amor y encuentran felicidad en la vejez, uno de los pocos Buendía en conocerla, llegando incluso a mantener a Fernanda, a quienes ven de forma extraña como a una hija. Es con este personaje con quien se muestra uno de los últimos pasajes chuscos del autor, cuando narra cómo se intentó reemplazar la rifa por un concurso de adivinanzas. Por ese tiempo, Rebeca muere (con el pulgar en la boca), pero su fallecimiento es tratado casi como una nota al pie, pues su rol en la historia terminó hace mucho. La fuerza dramática permanece en Aureliano, quien encuentra la redención cuando el pueblo le ha perdido el respeto, ahorrando en una muestra de perseverancia lo suficiente para mandar a su hija a Bruselas. Los gemelos terminarán por morir en el mismo día, y en uno de los grandes toques de ironía de García Márquez, los ataúdes se confunden y terminan enterrados en la tumba del otro, o quizá un regreso a su nombre original, si optamos por el cambio en vida.


El último personaje que recibe un poco de foco es Fernanda, con el contraste que le da a su hija (Amaranta Úrsula es enviada a un colegio privado) con su nieto (apenas atendido por Santa Sofía, curioso pero disperso, no le permite ingresar ni siquiera a la pública. Sin embargo, lo más relevante de este capítulo es que es el último en el que Macondo actúa de verdad como un personaje, padeciendo el calor inmenso que mata a todos los pájaros y demostrando su lado tradicional al linchar a la criatura que asocian con el Judío Errante, una de las apariciones sobrenaturales más explícitas de la novela. Sin embargo, la casa de los Buendía no logra ser restaurada, y con ella el pueblo pierde su identidad.


Capítulo XVIII

Dividiré mi análisis de este capítulo en los cuatro personajes a los que hace alusión. El primero de ellos es Fernanda del Carpio, quien al convertirse en la última mujer de la casa se revela como incapaz de llevarla, dejándole las tareas de la cocina a Aureliano, y siendo alimentada por la compasión de Petra, quien se despide de la historia en este cspítulo. Me pareció muy entretenida la historia de los “duendes” cambiando cosas de lugar, pero en ese caos la mujer perfeccionista y soberbia encuentra la felicidad, perdiendo la noción del tiempo conforme sus hijos, a los que nunca volverá a ver, retrasan su regreso de Europa. Otra más de las victimas de la nostalgia, que para García Márquez es el veneno más peligroso, encuentra cierta humanidad al volverse a poner su vestido de reina, pero conservará hasta sus últimos días la crueldad con su nieto (en una de las frases más bellas del autor, se describe la coexistencia de ambos como “vivir cada quien su soledad, sin compartirla”), por lo que su destino es, en la muerte, convertirse en una estatua de marfil.


El segundo personaje es Aureliano Babilonia, a quien desde su introducción le acompañó un aura mística, pues es quien descubre que los pergaminos de Melquiades, con quien conversa, están en sánscrito. Sin embargo, la claridad tiene su coste, y es que el cuarto por fin comienza a envejecer, y el fantasma se desvanece. Si bien el hombre es capaz de traducir un rollo, descubre que están en clave y no logra conseguir los libros que necesita hasta la muerte de Fernanda, pues ha perdido su naturaleza rebelde. Cuando por fin logra salir, la descripción que hace el autor de la librería del viejo catalán es en mi opinión, uno de sus mejores trabajos, pues en él vierte su amor por el conocimiento, pero también su naturaleza enigmática, e incluso peligrosa. La magia siempre lo acompañará, pues es un acto sobrenatural el que impide que sea molestado por los pupilos de su tío, y en su segunda salida a la calle (por el remedio del asma de José Arcadio), pierde toda curiosidad de conocerlo más, pues lo ve como es: un pueblo desierto y moribundo.


Quien se eleva como protagonista del capítulo, y que apenas había tenido participación en el resto del libro, es José Arcadio, descrito como idéntico a su madre, tan peculiar en sus rituales como artificial en sus formas. El autor quizá buscaba reflejar en él las contradicciones de los religiosos, o mejor aún, la falta de vocación, pues aunque estudia teología, nunca termina el seminario, y el mayor de sus temores son las efigies de los santos; pues por más que lo intente ocultar, como el resto de su familia es victima de sus pasiones, Amaranta es el único recuerdo que conserva de Macondo, y morirá pensando en ella. Su trato con los niños que lleva a la casa, como alumnos y criados, es una de dureza y rigidez: aunque juntos encuentran el tesoro de Úrsula debajo de su cama, lo derrocha rápidamente e indignado, expulsa a sus protegidos, quienes regresarán a la casa para asesinarlo y robar lo que queda del tesoro, un castigo poético tanto por su trato hacia ellos como por su rechazo a Aureliano Amador, último hijo sobreviviente del coronel, asesinado en la puerta de la casa, probando que nadie puede escapar del destino. Aunque su relación con Aureliano es pésima al inicio tío y sobrino logran llegar a una suerte de cordial equilibrio cuando se conocen, sin llegar a ser amigos, y pese a que ninguno de los dos es particularmente carismático, su relación sí es de las más bonitas de todo el libro, a su manera, y el clímax es un trágico recordatorio de la importancia de reconocer los sentimientos antes de que se haga demasiado tarde.


Cierro con la despedida de uno de mis personajes favoritos, Santa Sofía de la Piedad, quien por fin recibe un poco de foco tras décadas en el fondo de las escenas: una mujer que siempre se reservó sus opiniones, es la representación del trabajo abnegado y desinteresado, incluso con Aureliano, del que desconoce que es su bisnieto. Sin embargo, ni ella es capaz de combatir la decadencia: flores amarillas brotan de las grietas, y es incapaz de matar a las hormigas que surgen como una metáfora de la muerte. La muerte de Úrsula quiebra su entereza y, cansada de pelear, abandona Macondo para no volver pero, en un reconocimiento del autor a su naturaleza, es la única habitante del hogar familiar que no muere, decisión que me parece muy hermosa.


Capítulo XIX

El capítulo diecinueve es el que menos me gusta de todo el libro, sobre todo por su final, pero primero quiero reconocer la gran maestría que se demuestra en sus primeras páginas.


Amaranta Úrsula, quien regresa a Macondo a hacer una restauración titánica de la casa (deshaciéndose de casi todo menos del daguerrotipo de Remedios Moscote) es una gran protagonista de este capítulo, y conecté bien con su carácter alegre, libre y moderno, que tiene algunas de las mejores cualidad de sus predecesoras (sobre todo Úrsula y Remedios la bella). Es una figura trágica por una gran contradicción: por un lado, su instinto parece advertirle de la maldición familiar, y por eso su sueño es tener hijos con nombres nuevos, pero por el otro, su perdición es un deseo inexplicable de quedarse en Macondo, obsesionada por restaurar un pueblo muerto, misión destinada al fracaso como prueba su incapacidad de hacer que los nuevos pájaros permanezcan en la región.


En los primeros capítulos comentaba que algunos de los personajes secundarios (Remedios Moscote, Pietro Crespi, Melquiades) me caían mejor que los propios Buendía, y Gastón, el rico pero aparentemente sumiso esposo flamenco de Amaranta Úrsula es un último gran ejemplo de esto, pues es un buen hombre, que ama a su esposa, pero que está destinado a fracasar en todos su empeños: no logra disuadir a su mujer, ni ser aceptado en Macondo, ni traer el aeroplano, ni amistarse con Aureliano, y el resquebrajamiento con los años de su matrimonio es tan difícil de leer como inevitable su conclusión.


Aureliano es el tercer personaje de este capítulo, y con el que tengo sentimientos más mixtos. Por un lado, creo que su redescubrimiento del pueblo, que implica que caiga también victima de la nostalgia, es excelente, y disfruté mucho de los pasajes en la librería, pero el concepto del “burdelito imaginario” al que va con sus amigos me parece el único que el autor no termina de explotar, pese a su potencial, y su relación con Nigromanta, que incluye un encuentro con la vieja Pilar Ternera, me parece un recicle desdibujado de relaciones pasadas, con poco que la distinga. Sin embargo, lo que más me irrita del capítulo es que durante toda la novela García Márquez ha sido consistente en que los matrimonios están condenados a durar poco o ser infelices, mientras que las relaciones extra maritales son vistas con un poco más de esperanza, y ese patrón se rompe con la pasión entre Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula, cuyo amor nunca pude creer pues parte de una agresión sexual, que me dejó muy incómodo tras leerlo.


Sin embargo, quiero terminar con una nota positiva, y es lo mejor de todo el capítulo: las amistades de Aureliano son alter egos del autor (quien se introduce como el joven Gabriel, bisnieto de Gerineldo Márquez) y sus amigos, y la relación de este grupo me pareció entrañable, no tanto por sus aventuras sino por la exploración temática de la memoria: que nadie de los pocos habitantes de Macondo recuerde a los Buendía me parece el más trágico de los castigos, pues los pocos que tienen nociones de los nombres los ven como leyendas, tan sólo Aureliano y Gabriel creen en la existencia del coronel y el resto de su familia.


Capítulo XX

El tema del último capítulo es la muerte y el olvido, pues inicia con la partida de las dos últimas esperanzas de Macondo, quedándose el pueblo sin memoria: Pilar Ternera muere a los más de ciento cuarenta años y es enterrada sin ataúd en su mecedor: y el viejo catalán cruza el mar. La despedida de este último es de los mejores pasajes de la carrera de García Márquez, donde de nuevo explota de forma casi filosófica la literatura como estilo de vida: a la vez irreverente y solemne, el viejo no deja que sus libros sean llevados como carga, pero tampoco los pone en un altar; y la progresiva desilusión en sus cartas, culminando con su muerte, son en extremo melancólicas. Con la partida de ambos, el pueblo comienza a desaparecer de la existencia: el último de los párrocos ni siquiera recibe un nombre, la calle de los turcos queda abandonada, y los amigos de Aureliano migran, incluso Gabriel, quien es el que más resiste, pero eventualmente decide quedarse en París, donde presuntamente lo acompañará otro personaje secundario, la boticaria Mercedes, la inserción de la esposa de García Márquez en la narrativa.


Los únicos felices en la decadencia son los últimos Buendía, pues Gastón también abandona el pueblo, dejándolos libres en un discurso casi paternal, pidiendo sólo su velocípedo de regreso. Ignorando las hormigas que poco a poco conquistan la casa, Aureliano y Amaranta Úrsula se entregan por un lado a la pasión animal, con prácticas eróticas muy extrañas, y por el otro a recrear la nostalgia de su compañerismo cuando eran niños. Pobres, apenas sobreviviendo, pero con buen humor, lo único que perturba su felicidad es cuando ella queda embarazada, pues comienzan a temer ser hermanos, y que Aureliano sea hijo de Petra. Puesto que Macondo no tiene memoria, rastrear el origen de él resulta imposible, por lo que se resignan a aceptar la versión del Moisés, oyendo a los fallecidos en la casa, pero incapaces de verlos.


Puesto que nadie puede escapar del destino, el temor de Úrsula al incesto, que su descendencia había logrado apenas evitar, por fin se cumple y el bebé (nombrado Aureliano) nace tanto con características de los Aurelianos como de los José Arcadios, pero también con cola de cerdo, y su madrina muere por complicaciones del parto. Es aquí donde se desarrollan las vertiginosas últimas páginas de la novela: desesperado, Aureliano sale de la casa a un pueblo que ya no reconoce, y no encuentra nada familiar. Ebrio, es recogido por Nigromanta y se olvida del niño hasta la mañana siguiente, cuando en el pasaje más terrible de la novela, lo encuentra siendo devorado por hormigas.


Una visión tan atroz es lo que por fin le permite entender los pergaminos de Melquiades, cuya explotación abandonó tras iniciar su relación. Entre el desastre, los encuentra intactos y en ellos lee la historia familiar, pues esos pergaminos son la novela misma, en la que todas las anécdotas a través del tiempo coexisten en un solo instante. Tan embebido está en la lectura, sobre todo al descubrir en ella su origen, que no siente el viento que va a matarlo, y borrar Macondo de la faz de la Tierra. La última oración es tan brillante como la primera, pues combina no sólo el tiempo sino los niveles de la ficción, pues el último Buendía se lee a sí mismo leyendo el pergamino, y como si del libro mismo se tratara, todo desaparecerá cuando termine de leer.





  • Título original: Cien años de soledad

  • Autor: Gabriel García Márquez

  • Año de publicación: 1967






Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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